viernes, 7 de octubre de 2011

SURREALISMO - "DEJA VÚ" - ÓLEO SOBRE TELA - MEDIDAS: 0.50 X 0.70 CM


(BOCETO)




(AÑO 2011)

BASADO EN UNA
HISTORIA PERSONAL

DEJA VÚ…


   Quizás, para poder entender el significado de esta pintura, haya sido posible encontrarme con esta narración y lograr con su exquisita simpleza (pero no por eso, sin una increíble capacidad narrativa) imaginar tal vez lo vivido mediante el relato del escritor JUAN ABEL ANGÉLICO, un sensible y joven escritor oriundo de la ciudad de Monte Caseros, Provincia de Corrientes.


    Al ir transcurriendo su relato,  pasaron por mi mente, como en una película,  todas las imágenes que intenté plasmar en mi pintura… Él, lo hizo a través de las letras… y yo, mediante la forma y el color. Lo asombroso fue que, cada uno, lo hizo en tiempos diferentes entre sí y no lo sabíamos...


   Después de confesarnos lo que durante muchísimos años nos acosaba y guardábamos en un total secreto de intimidad personal, nos dimos cuenta de que habíamos vivido algo muy parecido. Por eso le pedí autorización al escritor de estos párrafos, el poder transcribirlos aquí… Considero que es un excelente acompañamiento mutuo de ambas obras. Espero que disfruten de la lectura.



  

Cuando fui encarcelado



A tientas moví mi mano si encontraba algo de qué aferrarme  o que ayude a liberarme, pero todos mis desesperados movimientos eran inútiles. Pensé por un instante en gritar para pedir ayuda, pero supe que era inútil,  nadie me escucharía.

Todo era oscuridad y silencio en mi celda, lo único que rompía esa monotonía era el penetrante olor a madera nueva y a la goma laca que se usó para lustrarla.

Yo quería escuchar pasos o voces de alguien que venga a sacarme de allí, pero todo intento de agudizar el oído era en vano; no escuchaba nada ni a nadie; todo era silencio, un terrible y cruel silencio… La tortura, con cada segundo que pasaba, era cada vez más inhumana.

Allí estaba yo, en el silencio y la oscuridad, en medio de la nada, sufriendo. ¿Sería éste el infierno del que tanto me habían hablado y con el que me amenazaron infinidad de veces? ¿Será que mis acciones fueron tan malas y me llevaron al infierno mismo? La diferencia era que me hablaron de fuego y calor y en mi encierro era todo frío y oscuridad.

¿Que había hecho para merecer semejante castigo por el que, tal vez,  no volvería a ver a mis papás y a mi hermano?
Veamos, pensé, cuando salí al recreo fue tentador el enorme y robusto sube y baja celeste que estaba en el patio y el que sólo podían ocupar los niños del Jardín de Infantes. El prohibido juego parecía sonreírme y llamarme con una voz seductora, como la leyenda del canto de las sirenas, sólo que esta vez, el que cantaba,  era el sube y baja. No me acordaba o no me importó que el canto de las sirenas fue la perdición de los marinos, conduciéndolos a naufragios y tal vez, el canto del sube y baja, me llevaría al mismo destino. Hacia allí salí disparado, era la tentación de lo prohibido; así como nos tentaba cruzar la línea de tiza que dividía el patio de los varones del patio de las mujeres.

No sé si lo hice por rebeldía o bien por la sed de aventuras la que tenía bien alimentada por las revistas de historietas El Tony, Dártagnan, Patoruzu, Lupin y otras que leía, pero allí estaba rumbo a lo desconocido, con los mismos imputes que el Quijote cuando se lanzó a luchar montado en su caballo Rocinante y,  como única arma su lanza, contra los molinos de viento. Miré hacia atrás y me seguía a la aventura Toto,  mi compañero de grado y aventuras, ya no había retorno y acabábamos de quemar las naves, era jugar en el sube y baja o morir.

Allí estábamos, en nuestro avión alemán “Stuka”, luchando  contra los aviones ingleses en el medio de la metralla y los obuses de las defensas antiaéreas. Hasta que... recibimos un terrible impacto de  metralla, - nos derribaron, dije, pero no fue así… sólo era la maestra de jardín que,  de la oreja,  me llevó a la Dirección junto a mi copiloto.

Estábamos de penitencia parados en la puerta de la Dirección; no sé cuantas horas o minutos habían pasado,  soportando  como dos valientes soldados esperando ser juzgados por el tribunal militar. Hasta que Toto aflojó; seguramente pensó que “soldado que huye sirve para otra guerra” y cedió a su tentación. Giró despacio hacia la gran maceta donde la Hermana Fátima, la directora, tenía una hermosa y gran planta de interior que tanto  cuidaba y allí,  el pobre Toto, descargó la nafta que su vejiga ya no podía retener más.

La Hermana, alertada por el característico ruido, salió de su oficina y tomándonos de  nuestras pobres alas,  ya dañadas por la anterior ráfaga de metralla, nos condujo hacia su recinto. Sentándose detrás de su gran escritorio, lo que nos hacía verla como un temible gigante y nosotros cada vez más pequeños, nos miro unos segundos y luego pregunto:
        ¿Quién fue?

Nadie dijo una sola palabra, simplemente Toto apunto su dedo hacia mí.  Después sólo sentí el sonido típico de la puerta del calabozo al abrir y cerrarse, y acá estoy por que fui traicionado por mi compañero con el que luchamos tantas veces contra indios, soldados y hasta animales salvajes; tantas veces tripulamos aviones, tanques y barcos, tantas veces galopamos en briosos caballos, salimos juntos indemnes de tantas luchas y esta vez me abandonó.

El silencio fue quebrado por el tañir de la campana  y el ruido de los alumnos que salían de sus aulas; todo indicaba que era la hora de la salida. Luego volvió el atroz silencio, el aire comenzaba a faltarme, el frío era terrible y las ganas de ir al baño era peor, se me cruzó muchas veces la idea de imitar a Toto, pero sabía que el castigo sería más terrible, aunque peor  que este  encierro no sé si existía tortura alguna.

Pasaron tal vez meses, días u horas de preguntarme tantas veces cuál sería mi destino,  cuánto tiempo más  tendría que soportar frío y miedo; cuando me abandoné a mi destino, ya sin fuerzas y sentado en un rincón desfalleciente, siento los pasos de alguien que se aproxima; sin mediar palabra,   un ángel abre la puerta del placard, entonces entra la luz lastimándome  los ojos y el aire fresco que respiré con desesperación.

Años más tarde me di cuenta de que no se trataba de un  ángel, era una maestra con su guardapolvo blanco la que me liberó.  En la puerta de la Dirección estaba la figura querida de Doña Generosa, la mamá de mi compañera  Marisa, quien con su Estanciera amarilla,   nos traía   al colegio.  Ella, preocupada por que no salía, preguntó por mí; sino era así tal vez esto estaba escribiendo desde mi encierro en el placard de mi colegio primario, como una versión del conde de Montecristo.

Entonces desperté, asustado de esta pesadilla que me acosa casi todos las noches desde ese mismo día en el que fui encarcelado, me levanté y caminé hacia la heladera para tomar un poco de agua fría; ya sin sueño comencé a escribir para tratar de  liberarme del fantasma de la cárcel que me persigue.


 Por  Juan Abel Angélico




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